VACUNA FRENTE A LA COVID-19: EL EXPERIMENTO GLOBAL Y NECESARIO
El Apolo 11 alunizó el 20 de julio de 1969. Yo tenía
7 años. Aquella hazaña llamó mucho mi infantil atención. Y cuando alguien me
preguntaba: ¿qué quieres ser de mayor?, yo contestaba: “científico del
espacio”. Años después descubrí que las matemáticas y yo no estábamos
destinados a llevarnos particularmente bien. Así que disfruto con la lectura de
obras divulgativas sobre astronomía y cosmología, pero nunca me podría haber
dedicado profesionalmente a ello.
Dicho esto,
entenderán fácilmente que si alguien me preguntara ahora sobre el mayor hito
tecnológico del que he sido testigo a lo largo de mi vida no tenga la menor
duda en responder que el diseño, construcción, lanzamiento y puesta en
funcionamiento del telescopio espacial Hubble, fuente de unas imágenes fascinantes, de
belleza estremecedora, y de incalculable valor científico y filosófico.
Tanto su puesta en órbita como su posterior reparación fueron proezas
realizadas gracias al programa de transbordadoresespaciales de la NASA. El transbordador espacial Discovery
lo cargó en su bodega y permitió ponerlo en órbita tras su exitoso lanzamiento
el 24 de abril de 1990. Y en diciembre de 1993 el transbordador Endeavour
trasladó a los astronautas encargados de reparar las consecuencias de una
aberración esférica en su espejo primario (misión SM1). Hubo otras cuatro
misiones de servicio adicionales gracias a los transbordadores espaciales, la
última en mayo de 2009. En unos días entraremos en 2021 y el telescopio
espacial Hubble aún sigue operativo.
Para mí, la
extraordinaria hazaña y aventura científica que ha supuesto el telescopio
espacial Hubble justificaría por sí sola el programa de transbordadores
espaciales de la NASA. A pesar de sus costes y a pesar de sus riesgos. No creo que la humanidad haya tenido
opciones de progreso sin asumir costes y riesgos, a veces muy elevados. Lo que
implica estar preparados para que las cosas no siempre salgan como deseamos que
salgan. Como no podía ser de otra manera, el programa de transbordadores
estuvo al servicio de muchísimas otras misiones científicas civiles de enorme
trascendencia (entre ellas gran parte de la construcción, mantenimiento y
utilización científica de la Estación Espacial Internacional), y también en
algunos momentos de algunas misiones militares.
Al inicio del
lanzamiento de los transbordadores espaciales, en la década de 1980, algunas
fuentes de la NASA transmitieron la idea de que las posibilidades de que el vuelo
de un transbordador concluyera con resultado catastrófico se situaban en torno
a 1 de cada 100.000 lanzamientos. ¡Optimismo ante todo! Sin duda necesario, por
otra parte. Aunque confundir nuestros
deseos con la realidad no solo suele ser la mejor opción para minimizar los
riesgos, que en este programa eran múltiples y muy reales. Cálculos mucho
más realistas dados a conocer durante su participación en la Comisión Rogers por
Richard Feynman (Premio Nóbel de Física en 1965) situaron este riesgo en 1 de cada 200
lanzamientos.
El 28 de enero de 1986 se lanzó el vuelo número 25
de un transbordador espacial. En este caso, el Challenger, considerado en aquel
momento el transbordador más fiable. Por diversos
motivos era un lanzamiento muy especial, con el que se pretendía reavivar el
interés y el apoyo hacia el programa de los transbordadores espaciales de la
NASA, que no acababa de cumplir las expectativas inicialmente puestas en el
mismo. El vuelo contaba con un elemento estelar y particularmente emotivo y
mediático: entre los integrantes de la tripulación figuraba Christa McAuliffe, una joven maestra
norteamericana, que se convertía así en la primera mujer civil no astronauta
profesional que participaba en una misión espacial, dentro del programa “Maestros en el espacio” de la
NASA. Millones de niños norteamericanos iban a seguir por ello en directo
desde sus televisores este singular lanzamiento, con enorme expectación. Las
cámaras enfocaban por igual a la torre de lanzamiento y a los padres de
Christa, situados en la tribuna de invitados, en Cabo Cañaveral. Las bajísimas
temperaturas de aquella mañana de enero aconsejaron aplazar algunas horas el
lanzamiento. Finalmente, algo después de las 11 de la mañana el Challenger
inició su majestuoso ascenso. Las imágenes del ascenso inicial de estos colosos
tecnológicos siempre han sido vistas por mí como un icono del poderío y
brillantez de la tecnología humana. A
los 73 segundos del despegue, el Challenger se desintegró.
Las imágenes
de la “explosión” en pleno ascenso del Challenger (que pueden encontrar sin
ninguna dificultad en YouTube) son también para mí un icono de las limitaciones
de nuestra más potente y puntera tecnología, en cualquier ámbito de la vida. Supermán existe y existirá solamente en nuestra
imaginación y en las películas o en los juegos de ordenador. Y esto también
afecta a todo lo relacionado con las vacunas frente a la covid-19. A pesar
del desastre, el programa de los transbordadores espaciales de la NASA debía
seguir (no me cabe ninguna duda de ello, por la importancia de lo que estaba en
juego), y siguió. De hecho, el lanzamiento del telescopio espacial Hubble, que
yo alabo, fue posterior a este accidente. Creo que la NASA hizo bien en seguir
adelante con este programa, entre otras razones porque era una fuente indudable
de progreso y conocimiento para la humanidad. Con seguridad habría muchas otras
motivaciones. Además de la ingenua creencia de que un accidente como este no
tendría por qué repetirse en muchos miles de lanzamientos y vuelos de los
transbordadores. Sin embargo, el 1 de febrero de 2003, cuando se llevaban en
torno a 100 lanzamientos de transbordadores espaciales (muy por debajo de las
expectativas iniciales de la NASA), y durante su reingreso a la atmósfera, la
nave Columbia se desintegró, como consecuencia de los daños sufridos en su ala
izquierda por el impacto durante su despegue de un fragmento de la espuma de
aislamiento del tanque externo de combustible del transbordador. Al igual que
ocurrió con el Challenger murieron sus 7 tripulantes. El programa, esta vez sí,
quedó herido de muerte. La última misión, la 135, la realizó el transbordador
Atlantis en julio de 2011.
Dos misiones
con desenlace catastrófico en 135 lanzamientos. Muy lejos de las previsiones
ingenua e infantilmente optimistas de que esto podría ocurrir en uno de cada
100.000 lanzamientos. Incluso algo por encima de las expectativas mucho más
realistas (pesimistas dirían muchos) expresadas durante las sesiones de la Comisión
Rogers (a raíz del accidente del Challenger) de que esto podría ocurrir en uno
de cada 200 lanzamientos.
La Comisión
Rogers, encargada de investigar las causas del accidente del Challenger,
incluyó entre sus expertos al físico Richard Feynman (Premio Nóbel de Física en 1965, como señalé antes). Un científico
extremadamente brillante y absolutamente independiente, además de un personaje
ocurrente, divertido y particularmente bien dotado para la divulgación
científica. Participó en la comisión sabiéndose ya acorralado por dos cánceres
diferentes y de hecho falleció por ello dos años después. Feynman entró en la Comisión
Rogers con la firme intención de buscar la verdad de lo ocurrido, no de
construir “una verdad” a gusto del consumidor y de los asesores de imagen de turno.
Las aportaciones de Feynman fueron
esenciales para aclarar las causas del accidente y alcanzar la principal
conclusión de aquella investigación: el accidente se debió a un fallo en una
junta tórica que sellaba diferentes segmentos de uno de los cohetes
aceleradores debido a que las gélidas temperaturas de aquel 28 de enero
modificaron las propiedades de la goma de las juntas. Nunca había despegado un
transbordador con temperaturas inferiores a los 11 grados centígrados y el
Challenger no debió de despegar en aquellas condiciones. En algún vuelo
previo ya se había detectado deterioro en alguna junta (los cohetes
aceleradores caían al mar tras cumplir su misión y podían recuperarse y
reutilizarse), y las bajas temperaturas parecían poder facilitar el fallo
aumentando la rigidez de la goma. Sin embargo, la presión social y mediática
para que el Challenger despegara aquel gélido 28 de enero de 1986 eran enormes. Y la
presión interna en la propia NASA debía ser aún mayor, porque el crédito del
programa estaba en juego, así como su capacidad para cumplir determinados
compromisos civiles y militares en cualquier tipo de circunstancia, no sólo en
días “templados o cálidos”. Nunca había despegado un transbordador a menos de
11 grados centígrados, y aunque algunos ingenieros advirtieron de los riesgos
otros expertos (tanto de la NASA como del fabricante de los cohetes
aceleradores) consideraron que el diseño de la nave y de dichos cohetes
permitiría un lanzamiento exitoso por debajo de los cero grados centígrados, e
incluso a temperaturas aún más bajas si fuera el caso. A los 73 segundos de
vuelo una fuga en uno de los cohetes aceleradores por el fallo de una junta
tórica de goma provocado por el frío hizo estallar a la nave.
A raíz de su
paso por la Comisión Rogers y en sus memorias al respecto, Richard Feynman nos dejó una frase digna de ser releída con
atención en estos momentos: “Para que la
tecnología sea exitosa la realidad debe tener prioridad sobre las relaciones
públicas, pues nadie engaña a la naturaleza”. Si alguien me preguntara
ahora mismo qué opino sobre la campaña de vacunación
frente a la covid-19, tan mediáticamente iniciada en España ayer domingo 27
de diciembre de 2020, esto es
exactamente lo que opino: que Feynman tenía razón y que esa frase se mantiene
absolutamente vigente en nuestros días y ante retos tecnológicos como éste.
Estamos ante un desafío colosal. Controlar la
expansión de la pandemia provocada por el virus SARS-Cov-2, proteger a la
población frente a las formas más graves de la covid-19 y lograrlo con el
mínimo daño económico y social posible. Y las vacunas frente al virus
SARS-Cov-2 van a ser “parte de la solución”. Sin duda. Y hay que vacunarse, sin
duda. En los grupos en los que las autoridades sanitarias
consideren que está indicado, en el momento en el que consideren que está
indicado, y cuando nuestra capacidad logística lo permita. Pero las vacunas no van a ser “la solución”, como lamentablemente
puede deducirse de los comentarios de muchísimos políticos absolutamente ajenos
al mundo de la inmunología, la virología, la vacunología y la epidemiología, o
de los comentarios de muchísimos periodistas y “tertulianos” que de inmunología
y virología lo ignoran prácticamente todo. Las
vacunas van a ser sólo “una parte de la solución”. Llevamos meses confundiendo nuestros deseos con la realidad en mucho de
lo que afecta a esta pandemia. Empezando por lo de que “en España habrá uno
o dos casos como mucho” antes del
tsunami y siguiendo por lo de que “hemos vencido al virus” semanas después de
la primera ola (y muy recientemente también, aunque en el otro lado del
espectro político). Lo de “haber vencido al virus” es un eslogan que parece
contagiarse entre nuestra clase política con mayor velocidad que el virus mismo.
Con efectos potencialmente nefastos, por cierto. Porque, como señalaba Feynman, “nadie engaña a la naturaleza”.
En esta misma
línea argumental, llevamos semanas oyendo declaraciones de los políticos de
turno reiterando que “las vacunas frente a la covid-19 son seguras y eficaces”.
La realidad, como escribía hace pocas semanas en Scientific American William A. Haseltine (reputado
biotecnólogo y virólogo curtido en mil batallas contra el cáncer y el SIDA), es
que a día de hoy ignoramos cuál será el
verdadero impacto de las vacunas frente al coronavirus SARS-Cov-2 sobre el
curso de la pandemia. Aunque es verdad que si no nos vacunamos jamás
llegaremos a saberlo. Pero no podemos asumir que las cosas saldrán exactamente
como ahora casi todos deseamos que salgan. El experimento crucial empieza hoy,
no acaba hoy.
Si no entendemos que las vacunas van a ser sólo
“parte de la solución”, las vacunas acabarán siendo “parte del problema”. No me voy a
extender en razonarles técnicamente por qué. Demasiado largo para este post. Pero
sí hay dos cosas que en las que debemos principalmente detenernos. Las vacunas ya disponibles, particularmente
las basadas en la tecnología del ARN mensajero (Pfizer, Moderna) parecen
razonablemente seguras a corto plazo y hay razones para pensar que también lo
serán a largo plazo (quizás vuelva sobre esto en el próximo post). Desde luego muchísimo más seguras que
infectarse por el virus SARS-Cov-2. No lo duden. Pero una pandemia no se
detiene sólo con vacunas seguras. Además
deben ser efectivas cuando se apliquen masivamente a la población general. Y de
momento ignoramos 4 cuestiones críticas al respecto: no sabemos cuánto
durará la inmunidad generada por las vacunas; no sabemos si la inmunidad será
igualmente protectora en diferentes subgrupos de la población, particularmente
en aquellos que puedan tener un sistema inmunológico más débil o con cualquier
tipo de disfunción; no sabemos si las vacunas mantendrán su eficacia ante
sucesivas mutaciones del virus y si la presencia de anticuerpos no
neutralizantes ante eventuales cepas mutadas podría hacer aflorar el fenómeno
de potenciación de la enfermedad inducido por anticuerpos; y finalmente aún no
sabemos si la vacunación será efectiva para evitar contagios o sólo será
efectiva para evitar la enfermedad grave (lo que reduciría la mortalidad a
corto plazo pero dejaría abiertas inquietantes incógnitas sobre la evolución de
la pandemia a medio plazo).
Con estas
incógnitas en la mano, ¿qué mensaje debemos transmitirle a la población? Mi
opinión es muy clara. Como indico en el título del post, vamos a participar en un experimento masivo, y vamos a participar en un
experimento necesario. En este momento histórico, absolutamente necesario. No
podemos engañar a la naturaleza, pero tampoco podemos negarla. Y no llegaremos
muy lejos engañándonos a nosotros mismos. El virus está aquí, infectando en
España a miles de personas a diario y matando al 1% de los infectados. Con
cerca de 100 milllones de infectados a nivel mundial (con seguridad muchos más
porque las cifras oficiales a menudo sólo han contabilizado los casos
confirmados) y cerca de 2 millones de muertos, cifra que no para de crecer. Con
las consecuencias sociales y económicas que todos conocemos. Y dado que no
sabemos cuál va a ser el desenlace de esta historia una vez que empiece la
vacunación masiva, esto es un experimento. Tal cual. Y, sinceramente, no veo por qué darle un tono peyorativo a la palabra
“experimento” cuando en este momento la naturaleza no nos da ya otra opción. No
tenemos mejores opciones actualmente frente al virus. Hay que apostar por la
vacunación, como “parte de la solución”. Lo que esencialmente significa que la otra parte de la solución
(mascarilla-limpieza-distancia-ventilación-restricción de la movilidad cuando
la evolución de la pandemia así lo aconseje) debe seguir absolutamente vigente.
Y no nos engañemos. Deberá seguir vigente al menos durante 1-2 años más. Si
todo va bien.
Mientras no sepamos si estas vacunas son capaces de
limitar mucho la posibilidad de contagio deberemos mantener los actuales
esfuerzos por protegernos y sobre todo por proteger a los que nos rodean. Si decaen
los casos graves pero no los contagios leves o asintomáticos el virus seguirá
circulando ampliamente entre nosotros, lo que implica que seguirá mutando y se
mantendría el riesgo de que emerjan cepas capaces de burlar la inmunidad generada
por las vacunas. Un optimismo prematuro
y una relajación inadecuadamente precoz en las medidas frente a la transmisión
del coronavirus convertiría a las vacunas no en “parte de la solución” sino en
“parte del problema”. A todos los que a día de hoy declaran (políticos,
tertulianos, expertos varios y variopintos) que “ya ven la luz al final del
túnel” yo simplemente les preguntaría: ¿qué os habéis tomado?
Lo que sí tenemos en nuestras manos es una potente
luz para iluminar la parte del túnel en la que nos encontramos y al menos
caminar en la dirección correcta. Cuando
veamos caer de forma mantenida en el tiempo las cifras de casos graves, veamos
caer de forma mantenida en el tiempo los nuevos contagios, tengamos la certeza
de que nuestra inmunidad es duradera y/o tengamos opciones para renovarla
eficazmente si la inmunidad decae o si el virus muta, si todo eso ocurre, entonces
sí, entonces podremos hablar del final del túnel sin pretender autoengañarnos
infantilmente. No lo veo antes de 2022, en el mejor de los casos, como he
señalado en muchos posts previos. Los
políticos no deben negar la necesidad de esta espera, sino gestionarla
adecuadamente. Lo que los responsables de la NASA no supieron hacer cuando
precipitaron el lanzamiento del último vuelo del Challenger. Una gélida mañana
de enero.
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